Capítulo 2: Toledo

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Karttes
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Capítulo 2: Toledo

Sabíamos que no podíamos comprender Madrid sin visitar Toledo, por lo que cargamos las mochilas y nos dirigimos hacia allí.

Tomamos un bus desde Plaza Circular que por 5 euros y apenas una hora de viaje, nos deposita terminal ciudad.

Solo levantar la cabeza al llegar, es suficiente para sentirse pequeño ante semejante vista. El Tajo, el río más largo de la península, haciendo un giro y contra giro, envuelve una pared rocosa de casi cien metros de altura sobre la que descansa la ciudad. El capricho de la naturaleza creó una fortaleza perfecta.

Solo el flanco norte queda descubierto de este foso natural, que, aun así, obliga a sortear la montaña y una muralla exterior rematada con torres y parapetos. No es necesario ser un estratega militar para comprender el escenario desfavorable que se presenta a quien quiera tomar la ciudad por la fuerza. Solo imaginar los proyectiles cayendo desde allí arriba tiene que dar ganas de pensárselo dos veces.

Pero claro, esta aparente fama de inexpugnable, lejos de mantenerla a salvo, la hizo blanco constante de disputas que siempre terminó sufriendo.

Contrario a lo que podemos suponer, vencer una fortaleza así, no implica necesariamente utilizar armas de asedio, ni ser carne de cañón. Recuerden por un segundo la sensación de encierro que sufrimos durante la cuarentena del covid, y ahora extrapolen ese sentimiento imaginando las condiciones de vida en fortificación medieval sin Internet ni Netflix. Ah, y sin comida, también. Suena duro no? 

La perspectiva de morirse de hambre detrás de una muralla, quiebra cualquier moral y hace que a larga la ciudad se rinda sin necesidad de tirarle piedras o cañonazos.

Bajo esta modalidad la ciudad cambió de mano media docena de veces (incluso más) y la perspectiva de hacerlo de otro modo, solo apareció apenas unos pocos años atrás, al comienzo de la guerra civil española. Pero hasta contando con los modernos cañones del siglo XX, les tomó más de tres meses destruir solo el Alcázar de la ciudad y a un costo altísimo.

Si tras una guerra o una escalera mecánica, logras atravesar la muralla, un interior aglutinado de construcciones medievales apenas espaciados por estrechos callejones, te esperan para comenzar un viaje en tiempo. No tiene sentido seguir un mapa. Cualquier callejón deja tras de sí, más cosas espectaculares de las que puedo describir. Hay que verlo por uno mismo.

Sin embargo, resaltando entre ese desorden de fachadas, hay patrones que emergen y nos demuestran un evidente pasado marcado por la iglesia y la realeza, digno de una capital europea. Pero, fue Toledo la capital de España antes de Madrid, como solemos escuchar? Para responder esta pregunta tenemos que remitirnos varios siglos hacia atrás en la historia.

Para el año 218 a.C mientras Aníbal Barca se adentraba en Italia, los romanos, como parte de su estrategia defensiva, emprenden la invasión de Iberia (por ese entonces los cartagineses controlaban la franja costera del mediterráneo) a fin de cortarle las líneas de suministros. Con este puntapié inicial, y tras dos siglos de batallas contra los aborígenes ibéricos, hacia el 19 a.C Roma pasa a controlar Hispania. 

Desde entonces comienza un profundo proceso de romanización, que dura casi seis siglos y donde poco a poco las diversas tribus que poblaban la península fueron aplastadas bajo el rodillo militar y cultural romano. En consecuencia, la provincia de Hispania se convierte en uno de los motores principales del desarrollo del imperio.

Sin embargo, a partir del año 235, en el imperio comienzan a visibilizarse los primeros síntomas de un periódico de decadencia del que nunca se recuperaría. Variados son los causales de este declive, pero nos interesa especialmente el proceso que toma relevancia a partir del 376, donde una enorme cantidad de pueblos bárbaros (en su mayoría godos huyendo de los hunos) comienzan a penetrar las fronteras del imperio, ante la mirada perpleja de las legiones romanas, carentes del poder que supieron ostentar.  El punto álgido de estos movimientos se da a finales del 406, cuando de repente el río Rin se congeló, dejando paso libre a que pueblos vándalos, suevos, incluso alanos (de origen iranio) se metan de lleno en la Galia (actual Francia) y en la península Ibérica. 

Sin otro remedio para detener la avanzada, en 418 el Emperador recurre a la única medida a mano y envía a los visigodos (los más romanizados de los germánicos) a apaciguar la invasión, bajo un acuerdo foederatus por el cual Roma les cedía el control tierra a cambio de los servicios prestados. Al poco tiempo los godos logran expulsar a los alanos y vándalos, dejando únicamente a los suevos relegados a lo que hoy sería el norte de Portugal y las regiones españolas de Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco. 

Consientes del poder ganado, los visigodos se asientan en el nuevo territorio y eligen como capital Toulouse (Francia), amparados en el acuerdo ficcional de estado federado romano. Recién en el 476, cuando el emperador Romulo Augustulo es removido, la farsa pierde sentido y Eurico, el rey visigodo se autoproclama heredero del imperio romano, dando origen al Reino de Tolosa. Este reino dura apenas 30 años, hasta que, tras sufrir una derrota aplastante contra los francos (otra tribu germánica) en el 507, los visigodos son obligados a huir a Hispania y ceder los territorios de la Galia.

Tras reagruparse durante algunos años, llegan a la Toletum romana, dando así nacimiento al Reino Visigodo de Toledo. Este reino estuvo la mayor parte de su existencia a merced de continuas luchas de poder, siendo este el causal de su fin. Cuando en una puja por el trono deciden invitar a unos amigos musulmanes a sumarse al pleito, quienes vencen con igual facilidad a traidores y traicionados, y se quedan en la península por apenas siete siglos.

Pese a algunos intentos propagandísticos, de conectar a Don Pelayo con los godos, la dinastía gótica se pierde luego de este suceso, y teniendo en cuenta que apenas el 3% de la población era visigoda y quienes sobrevivieron a la invasión se mezclaron con los hispanorromanos, cuesta creer que hay una continuidad que logre perdurar hasta los cimientos de España. 

Incluso finalizada la reconquista, cuando Toledo recupera su esplendor e importancia para los cristianos, distintos reyes la utilizaron como corte y residencia, al mismo tiempo que compartía el honor con otras ciudades como Aranjuez, Ávila o Segovia, en una modalidad denominada corte itinerante. Por esta razón, en rigor de la verdad, no la podemos considerar como la antigua capital española de ninguna manera. 

El último gran mito que quiero mencionar, es, de hecho, el más vendido en estos días: La ciudad de la tres culturas. Incluso hoy, podemos encontrar mezquitas y sinagogas mezcladas entre la infinidad de iglesias católicas y conventos, pero intentar romantizar la ciudad creyendo que fue un oasis de la convivencia entre religiones, es, cuanto menos, exagerado. Les dejo como tarea para formar su propia opinión al respecto, cuando entren en la catedral de la ciudad, ver el hermoso mural de convivencia entre culturas que dejó la querida Isabel de Castilla y luego me cuentan.

Sea como sea, pese a los mitos o exageraciones que se suelen realizar al rededor de Toledo, la realidad no es por cierto menos espectacular. La oportunidad de recorrer una ciudad con tanta historia y tan auténtica, es regalo que hay que saber aprovechar. Por eso, aun cuando Madrid es como capital, la ciudad entra en franca decadencia, prefiero pensar que, gracias a esa decisión, hoy contamos con una de las urbes medievales mejores preservadas del mundo.

Si la elección de Felipe II hubiese sido otra, sin dudas no hubiese sido extraño encontrar en un libro de historia, que Toledo solía estar sobre una montaña, hasta que los Borbones deciden excavarla para no llegar transpirados al palacio. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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